5. LUCAS 15, 11-32 HIJO MAYOR Y MENOR
- v. 11, un hombre, padre soltero, con 2 hijos; la madre está ausente.
- v. 12, el menor se dirige al padre, “Padre”; y pide el reparto de la hacienda.
- v. 13, se marchó a un país lejano; llevó una vida desordenada.
- v. 14, el hambre extrema; en la historia de José (Génesis) el hambre motivó la reunión de la familia.
- v. 15, se dedicaba a cuidar cerdos; recalca la distancia que había recorrido lejos de la casa familiar
- v. 16, se antojaba de comer las algarrobas de los cerdos; nadie le daba nada: una vida independiente pero vacía.
- v. 17, “entrando en sí mismo” (lit., “llegando a sí mismo”) – “mi padre”.
Fuera de la casa del padre, se muere de hambre; así, el hijo mayor se queja de no haber recibido un cabrito para comérselo con sus amigos. Tampoco el hijo mayor encuentra alimento fuera del círculo familiar.
- v. 18, “me levantaré” (de nuevo, v. 20): “mi padre…”, “Padre”.
- v. 19, no merezco ser llamado hijo tuyo.
- v. 20, levantándose (cf. v. 18).
El padre le vio desde lejos. La actitud del padre es distinta respecto a cada hijo. En cuanto al hijo menor, espera su retorno a casa; al mayor, sale para buscarlo, atenderlo, convencerlo.
- v. 21, “Padre… no merezco ser llamado hijo tuyo”.
- v. 22, cambio de vestido = cambio de dignidad; el anillo, su credencial como reintegrado en la familia; acceso a los bienes de la casa; sandalias, parte de la familia, no servidumbre.
- v. 23, ternero cebado (vv. 23.27.30); antes, tenía ganas de comer las algarrobas de los cerdos; después, se menciona el cabrito codiciado del hijo mayor; fiesta, (vv. 23.24.32) y la fiesta renegada del hijo mayor (v. 29); vocablo eufraíno.
- v. 24, el padre dice “hijo mío”; se había muerto, ahora vive (v. 32); muerte y resurrección.
- v. 25, su hijo mayor… en el campo (como Caín, o como Esaú, o los hijos mayores de José, hijos mayores de otro teólogo)
- v. 27, el informe de un sirviente chismoso, “tu hermano… tu padre”.
- v. 28, el hijo mayor se negó entrar; salió su padre.
- v. 29, replicó a su padre, “te sirvo”; se queja de la fiesta no realizado con sus amigos (fuera de la casa).
- v. 30, “ese hijo tuyo” que ha devorado tus bienes con prostitutas; una proyección de su vida libertina no realizado; el teólogo Lucas, en boca de Jesús, no dice nada de las prostitutas cuando narra del derroche de sus bienes (cf. v. 13)
- v. 31, el padre se dirige al hijo mayor: “Hijo, tu siempre estás conmigo”.
- v. 32, “Este hermano tuyo… estaba muerto y ha vuelto a la vida… estaba perdido y ha sido hallado” (cf. v. 24).
Lucas nos ha transmitido la parábola del hijo pródigo o la parábola del padre misericordioso. El hecho de que esta parábola haya tenido incontables interpretaciones demuestra cuánto de cerca toca al lector. Las parábolas pretenden atraparnos, llamarnos la atención y generar una decisión. Cada parábola de Jesús mueve ciertas cosas en el interior de sus oyentes. Ahora, en la parábola presente, tanto el hijo mayor como el menor suscitan en nosotros la pregunta: “¿Quién soy yo? ¿Me identifico más con el hijo mayor o con el menor? ¿O quizás con los dos? ¿Dónde habita el hijo mayor y el menor en mí?”
El tema de los dos hermanos pone de relieve la polaridad de nuestra alma, como los personajes Marta y María en sus opciones de vida, o el fariseo y el publicano en su oración. Habita en nuestro interior el hijo más joven, a quien le gustaría vivir libre, libertino, sin consideración hacia la ley o la responsabilidad; también conocemos al hermano mayor acomodado, que se enorgullece en el cumplimiento de sus obligaciones. Tomemos en cuenta ambos aspectos para contraponer en nuestro interior un polo al otro. La parábola no plantea ningún índice moral, como si yo tuviese que hacer penitencia y convertirme. Lucas nos hace preguntar sobre mis opciones en la vida, si me alimento de miserias o si me he perdido a mí mismo. En este sentido escucho la parábola, y se despierta en mi propio ser el anhelo de volver a la casa del amable Padre.
El hijo menor es la vida acomodada que sufre en el hogar. Exige a su padre, aquí y ahora, la herencia que le corresponde. Quiere vivir sin fronteras. Esto trasluce la actitud de muchos jóvenes de hoy, que quieren vivir sin medida y, a ser posible, de inmediato. El hijo menor se siente atraído por lo lejos de la casa, lo exótico. No hay en ello nada reprochable. Se deja llevar por sus antojos. Pero malgasta sus bienes “en una vida desordenada”. En griego, esto se dice “zon asotos”, es decir, vivía sin esperanza ni salud, vivía de forma insana, “como un perdido”.
El hijo cae tan bajo que se arrima a un campesino y se hace dependiente de él, pues le envía al campo a cuidar sus cerdos. Para un oído judío, es la imagen del hijo perdido que ha renunciado a su dignidad. Se revolcaba con los cerdos y no recibía ni siquiera los desperdicios con los que ellos se alimentaban. Cuando llegó al extremo de su miseria, cuando todo se le arrebató de las manos, cuando tocó fondo y se dio cuenta de los pedazos en que se había convertido su existencia, entonces se dirigió hacia sí mismo y llegó a su interior. Así él, que se había separado de sí mismo y se había esclavizado a la miseria, entra en contacto consigo mismo y decide volver al hogar. Su monólogo refleja su situación. “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! (apollymai significa “estar perdido”, “llegar hasta lo más hondo”). Me pondré en camino (anastas, “ponerse en pie” o “levantarse”), volveré a casa de mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus peones” (15,17-20).
El monólogo muestra su disposición espiritual y su estado psicológico. A punto de abandonarse totalmente, una voz interior le invita a la conversión. Quería vivir, no perderse. Entonces se puso en camino hacia su padre, quien lo vio desde lejos, se conmovió (esplanxnisthe) y salió corriendo hacia su hijo. Un padre o una madre de familia tiene una carrera que no conoce límites en la compasión. En efecto, el padre o la madre no se aferra a sí mismo, pues el hijo siempre es más importante. Por eso, el padre echa a correr a toda prisa hacia el hijo, le abraza y le besa. Casi no deja hablar a su hijo, sino que manda a su criado a buscar una túnica, le devuelve su anillo y le calza las sandalias. De este modo, el padre acoge sin reservas al hijo en la familia, y lo celebra con un banquete eucarístico: “Hagamos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado” (15,23-24). Se podría decir análogamente que, mientras la misericordia corre, el arrepentimiento camina.
Jesús se dirige a los escribas y fariseos que se escandalizaban de que Él comiera con los pecadores (15,2). Con esta parábola, Jesús muestra no sólo quién es Dios o cómo puede convertirse y salvarse un hombre, sino que enseña su propio modo de actuar. Jesús comparte su alimento con los pecadores para hacer visible y patente sobre la tierra la misericordia de su Padre. Él ha bajado del cielo para revelar al amable Dios que se compadece de los hombres que se han perdido a sí mismos y están interiormente muertos, que se han hecho extraños a sí mismos. Al comer y beber con pecadores, Jesús sigue el mandato del Padre y revela de modo concreto al amable Dios.
Lo que Jesús hace en la comida con los pecadores ocurre en cada celebración eucarística. En ésta, Dios celebra un banquete, que nos pone en comunión con Cristo, ya que estábamos muertos y hemos vuelto a la vida, estábamos perdidos y hemos sido encontrados. Así lo anuncia Jesús en la parábola. Él nos llama de nuevo a la vida a quienes están muertos en su interior. Entiende su obra como la búsqueda de los que se han perdido y han tocado fondo. Jesús despierta la esperanza ante la vida en todos los que se han desahuciado a sí mismos. También para ellos es posible la conversión. Aun cuando nos lancemos a la locura y acallemos nuestra hambre con minucias, siempre queda la vuelta a la casa del Padre, en la que podemos sentirnos como en el hogar y en la que podemos estar junto a Dios siendo hijos del amable Padre.
La invitación de Jesús a los pecadores nos mueve a levantarnos. Pero luego, surge la figura del hijo mayor, resentido ante la fiesta. Cada uno de los tres personajes de la parábola se caracteriza por el sentimiento. El hijo menor vuelve en sí para sentir la compasión del padre y el hijo mayor se encoleriza. Él no sólo representa a los fariseos quienes se esfuerzan por cumplir la ley, pero se sienten infelices, por no entrar en relación con el amable Dios. Nosotros vivimos a menudo el ideal de cumplir la ley de Dios, pero el enfado ante otras personas que no se comportan según la ley pone de manifiesto que nuestra conducta no está orientada por motivaciones puras, y esto no nos hace felices. A menudo, en el trasfondo subyace el miedo a la vida. Cuando asoma el hijo menor en nuestras sombras (la vivacidad irreprimible), nos resentimos y nos encolerizamos.
Los motivos inconscientes del hijo mayor para permanecer en casa lo hacen resentirse hasta ese grado de irritación y se hacen patentes en las palabras que le dirige al padre: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para festejar con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha malgastado tu hacienda con prostitutas, y le matas el ternero cebado” (15,29-30). El hijo no ha cumplido la voluntad del padre por iniciativa propia, sino que pretendía ganarse un reconocimiento, una recompensa. Esperaba que el padre le distinguiera por haber permanecido en el hogar como “buen chico”.
Uno intuye bajo la fachada de la decencia del hermano mayor fantasías sexuales reprimidas, pues no está reflejado en la crónica que se haya gastado sus bienes con prostitutas. Esto es fruto de la fantasía – proyección del hijo mayor. En este hijo, Lucas describe la parte oculta del ser humano que se esconde bajo una fachada piadosa.
El padre se dirige con ternura hacia el hijo mayor cuando dice: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (15,31-32). Con esta frase el padre le hace saber que lo que él llama “tu hijo” también es “su hermano”. Que el hermano que estaba extraviado haya sido encontrado, el que estaba muerto haya vuelto a la vida, es una causa suficiente para festejar.
Les invito a leer esta parábola y entrar en contacto con sus propios deseos y exigencias, sus emociones y sus anhelos. Los dos hijos ponen de manifiesto lo que está oculto en la propia alma y, a la vez, nos remiten al amable Padre. Podemos dirigirnos a él tanto si somos el hijo mayor como el menor, el pródigo como el correcto, el atrevido como el conforme. Los dos estaban a su manera muertos y se habían perdido: uno en una vida viciosa, otro en una vida recta pero truncada por el miedo y por sus expectativas falsas. El amable Padre nos invita a vivir en una fiesta, encontrando la vida en el interior y disfrutando de ella.
En el espejo de la parábola, nos encontramos a nosotros mismos, en el hijo pródigo en su despilfarro, en el padre magnánimo o en el hijo mayor, aferrado a su crítica de su hermano.
Siendo el hijo pródigo, ¿en qué consiste el desafío a mi vida? Identificándome con el hermano mayor, ¿en qué consiste el cambio de actitud que me corresponde? Desempeñando el papel de padre misericordioso, ¿cuál es mi actitud hacia cada uno de mis hijos o hermanos de comunidad?