7. LUCAS 16, 1-8 EL ADMINISTRADOR SAGAZ
Érase una vez un hombre que tenía más bienes y dinero de lo que se imagina. Almacenó su tesoro: oro, cristal, perlas, piedras preciosas, y cofres llenos de mantelería finísima y vajilla de plata. Como tenía que ausentarse durante un año, dejó todo a cargo de su mayordomo con el mandato de usar lo necesario sólo en caso de emergencia. De las dos llaves del tesoro, le dio una al mayordomo y la otra la llevó consigo.
En la ausencia del jefe sucedió emergencia tras emergencia. Cada día el mayordomo tenía que abrir el almacén para ayudar a los necesitados. Una perla le dio a una mujer que necesitaba pan para sus niños, una moneda de oro para el hombre cuya cosecha no se logró. Persona tras persona, necesidades y más necesidades. El mayordomo no codiciaba nada para sí. Día tras día iba abriendo el tesoro, hasta el día en que una mujer le pidió leche para sus niños. Fue al almacén y se asombró, pues, estaba vacío. Preocupado de que la mujer se iba con manos vacías, volvió a cerrar el almacén y le dio la llave a la mujer. Ella, agradecida, la aceptó, y la cambió por pan y leche. El mayordomo no pudo hacer más que esperar el regreso de su patrón.
Dentro de poco, el jefe regresó y saludó al mayordomo quien, a lo largo del camino hacia el almacén, intentaba explicarle lo que había sucedido: un apuro, otra emergencia, tantas personas necesitadas, desesperadas. El jefe sólo sonreía. Cuando se abrió la puerta, el mayordomo vio que el almacén rebosaba de riqueza. Se quedó asombrado, mientras el dueño le explicó: “La llave es regalarlo todo”.
Es lo que hizo Jesús para con nosotros. Se vació de todo, regaló todo de su privilegio divino, para que tuviéramos vida en abundancia. Jesús sabía el valor relativo de los bienes. En una ocasión calculó que las dos monedas de la pobre viuda valían mucho más que los donativos vistosos de ciertos ricos. Con cierta tristeza se dio cuenta de los apegos que impidieron a un joven rico seguirlo con libertad. Al final de su vida, se vendió a Jesús, víctima de la codicia de un apóstol; el ser humano valía una cantidad de dinero, treinta monedas de plata.
De la riqueza, Jesús tendría recuerdos tanto positivos como negativos, recuerdos que se plasman en la parábola del administrador sagaz. (la parábola, Lc 16,1-8)
Al darse cuenta de que lo iban a despedir, y para salir del apuro, el administrador mañoso llamó a los deudores de su amo para entregarles sus recibos. A cada uno redujo su deuda y así los ganó como amigos, deudores suyos. Así se arregló con sus tranzas. Jesús nos advierte de la riqueza deshonesta “tan llena de injusticias”. Sin embargo, cuando habla del estafador, cuando alaba la sagacidad del hombre mundano, lo hace a base de un tesoro distinto, la riqueza eterna: “Yo les digo: Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo” (v. 9; cf. 12,57-59).
Para Jesús, hay sólo una manera de dar valor a la riqueza: es en compartirla. Jesús se pone exigente con aquellos que se hicieron esclavos del dinero, los que lo acumulan sólo para sí mismos. Ve que la riqueza guardada para uno mismo crea un divorcio entre la persona y Dios, o trastoca la dignidad humana. Jesús dice: “Un empleado no puede servir a dos señores; porque odiará a uno y amará al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso: Ustedes no pueden servir a Dios y al dinero” (16,13). Tarde o temprano hay que decidir para que nuestros bienes sean provechosos para la vida eterna: “Vendan sus posesiones y den limosna, acumulen aquello que no pierde valor, tesoros inagotables en el cielo, donde ni el ladrón ronda ni la polilla destruye. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Lc 12, 33-34).
Este dicho de Jesús cancela la dolorosa ambigüedad respecto al dinero. Todo se gira en torno a lo interior del hombre: “Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. Es como si Jesús nos preguntara: “¿Dónde está tu tesoro? Y, en consecuencia, ¿dónde está tu corazón? Ahora, ¿dónde inviertes tu tesoro para que crezca y rinda más?”
Siguiendo este modo de pensar, no nos sorprende que Jesús declare la renuncia de las posesiones como condición del discipulado (el encuentro con una persona acomodada, Lc 18, 21-23). Nos invita a compartir, tarde o temprano, las riquezas materiales, intelectuales y espirituales, por amor a Él y por ser sus discípulos. Porque fuera de Jesús, no poseemos ningún tesoro duradero.
¿A qué riquezas se refiere Jesús, cuando dice: “Gánense amigos con las riquezas de este mundo”? (v. 9). Jesús no descarta al dinero. Pero recalca más las cosas valiosas en la vida: la salud, fe, esperanza, caridad, paciencia, inteligencia, la consagración religiosa o laical y el sacerdocio, una amistad con Dios y el tesoro en el fondo del corazón, difícil a veces de acceder, el perdón y la misericordia. Todos estos dones son la moneda para invertir en el Reino de Dios. (El mayordomo no tenía fondos suficientes, no tenía ahorros o seguridad material. Pero, sí, podía perdonar las deudas de los demás, a cuenta de su jefe rico.).
Había una vez un religioso (a) que tenía más riqueza de lo que se imagina: salud, fe, paciencia, caridad, inteligencia y compasión. Todo bajo llave en el tesoro de su corazón. Sucedió emergencia tras emergencia, y cada día el religiosito (a) tenía que sacar de su tesoro algo para sus hermanos. Dio libremente, sin pensar en sí mismo ni en sus propias necesidades, sin amontonar las riquezas para sí mismo. Y siempre, cuando regaló algo de su tesoro, lo encontró rebozado de que ni el ratero roba ni la polilla destruye, el tesoro inagotable del cielo. La llave es regalarlo, y de este modo almacenarlo en la eternidad.
La parábola del administrador sagaz nos saca de las casillas. Un contador o administrador, encontrado en la malversación de fondos, es despedido, pero se pone a usar su posición para sacar un último provecho de los deudores de la compañía. Un administrador doblemente mañoso. Sin embargo, su patrón reconoce su habilidad. Con esta parábola Jesús nos inquieta, nos saca de nuestra aparente seguridad en nuestras actitudes piadosas.
En la parábola del administrador sagaz que engaña a su patrón, todos (menos el patrón) son endeudados. Algunos deben enormes cantidades de aceite o de trigo; el administrador debe su puesto en el negocio. La pregunta surge, ¿cómo convivir con nuestra deuda? ¿Aprendemos de ella o nos asfixiamos en ella? No podemos liberarnos de ella. ¿Cómo seguir adelante? Una opción es castigarnos y dedicarnos a una actividad que supera las propias capacidades, tal como se plantea el administrador en su monólogo: “¿Qué voy a hacer ahora que mi jefe me corrió? Cavar no puedo; andar de limosnero me da pena” (v. 3). Ambas opciones conducen a un callejón sin salida.
Entonces, llega a una tercera alternativa que Jesús aprueba. En vez de trabajar para pagar o de andar pidiendo préstamos, se aprovecha la deuda para ponerse en relación con los demás. La deuda lo impulsa a tratarse humanamente con los demás deudores. El administrador encuentra la salida de su apuro: perdona las deudas de otros deudores. De esta manera, espera que la gente le acoja en su casa. Inventa una manera de sacar provecho de su culpa. Jesús alaba el “colmillo” de esta rata-de-administrador, “los hijos de este mundo son más astutos con sus hermanos que los hijos de la luz” (v. 8). La moraleja es evidente: en lugar de separarnos los unos de los otros, los discípulos de Jesús, los herederos del reino de Dios, debemos acogernos mutuamente en nuestras casas, pues todos somos deudores al mismo patrón. Ninguno de nosotros sale libre de la deuda. La cuestión es, ¿qué hacer con ella? ¿Cómo manejar la propia deuda?.
Sucede la inversión de papeles en la parábola: un administrador acomodado, moviendo grandes cantidades y tomando decisiones que afectan las vidas ajenas, se vuelve más “pobre”, se desprendió de sus derechos, al perdonar las deudas. Al actuar así, se hizo más rico. La riqueza no es lo que un individuo se amontona para sí mismo; la riqueza consiste en lo que se puede regalar. Aquí en la parábola, el mensaje es: regalar la misericordia, perdonar las ofensas de los demás, para ser recibido en la casa eterna.
Jesús aconseja sacar provecho de la deuda común con Dios. Nos abre un camino donde convivimos con la inevitable deuda, sin perder la dignidad propia. La clave está en el perdón y la misericordia. Pedimos todos los días: “perdónanos nuestras deudas, pues nosotros mismos perdonamos al que nos debe”. Sería hipócrita la petición si no nos perdonáramos los unos a los otros.
A fin de cuentas, ¿quiénes somos nosotros, sino los administradores de los bienes de un patrón divino? Todo lo que tenemos pertenece a otro, a Dios. ¿Cuáles son los bienes que nos ha encomendado? Incluso, nuestras familias y nuestros padres, nuestros amigos, nuestra consagración religiosa – laical, nuestra habilidad, nuestro servicio en comunidad, todo nos ha sido prestado, para administrar durante un tiempo. No hay ser humano que no haya engañado a alguien una vez en su vida, que no necesite de la misericordia. Ahora bien, demos a nuestro prójimo la misericordia que esperamos para nosotros mismos, para que Dios nos reciba en su casa que será nuestra casa eterna.
Atesora los dones de Dios en la propia vida personal y consagrada. ¿De qué manera suelo utilizar los regalos y los encargos para alejarme de mi prójimo? ¿De qué manera puedo utilizar mis dones para ponerme en relación con los demás y con Dios? ¿Qué debo hacer para ponerme en contacto con las personas en mi entorno, para el provecho en la vida?.