3. LUCAS 7, 36-8, 3 SIMÓN EL FARISEO Y LA PECADORA
Quien ha experimentado la conversión trata a los pecadores de manera distinta. No proyecta sus pecados en los demás; no sospecha sus intenciones; no carga sobre ellos su historia y su mal genio. Se muestra compasivo, comprensivo, a ejemplo de Jesús. La amistad de Jesús con los pecadores se basa en la confianza en que ellos están abiertos a la Buena Nueva de la misericordia de Dios. Lucas retrata a Jesús como el que se acerca a los pecadores para comer y beber con ellos. Nos narra una historia maravillosa, una obra maestra de su arte de poner en escena: el encuentro entre una pecadora y Simón el fariseo.
En el drama, Jesús es el protagonista y son dos los actores que se oponen, el bondadoso y el maldadoso. Si bien es Simón, seguro de sí mismo, el que invita a Jesús a su casa, es una pecadora la que lo recibe. Si, en el cuadro de la religión, Simón representa la obligación, el cumplimiento y la piedad, la mujer plasma el amor y la fe. Los dos papeles juntos hacen una unidad. Los dos habitan en nuestra vida; se encuentran con Jesús bajo el mismo techo.
Simón, el fariseo, hombre recto, legalista, nunca perdió una ocasión para dar su diezmo al templo y defender la ley y las costumbres. Cada día Simón, concienzudo, algo escrupuloso en sus modales, arreglaba sus cuentas religiosas con esmero. Prudente en cuanto a quienes invitaba a sus fiestas y con quienes se dejaba ver, se rodeaba con una sociedad correcta, gente como él, quienes lo invitaban cuando les tocaba a ellos corresponder a los detalles de Simón. Sin embargo, el anfitrión Simón, al que le gustaba el decoro y la decencia, sospechaba de sus huéspedes, juzgaba a sus comensales y discriminaba a los no invitados.
Este era amigo de Jesús. Pero como entre buenos amigos a veces les falla los detalles de urbanidad, Simón no cumplió los gestos de la hospitalidad cuando recibió a Jesús en su casa. Representa la religiosidad fría, formal. ¿Acaso esperaba para sí algo del resplandor de su huésped ilustre en aquella ocasión, cuando Jesús cenó con él? ¿Tenía segundas intenciones? ¿Quería realzar su posición social al recibir un tal profeta en su casa? ¿Quería que Jesús obrara un milagro, que caminara sobre la alberca, cambiar el agua en vino, multiplicar la comida para que Simón recibiera una mención especial o una foto en la Gaceta de Galilea?
Por otra parte, en el drama del evangelio, había aquella mujer, una pecadora estrella. Sospechamos que era una prostituta, otro travesaño en la rueda de corrupción en Cafarnaúm. En su favor, se nota que no es una atea empedernida, que niega a Dios con un corazón duro y frío. Se presenta como alguien que quiere liberarse de la red del pecado que la tiene amarrada, que la estrangula. Tiene un corazón de carne, un espíritu capaz de doblarse.
Simón, reclinado, entretiene a Jesús en la charla animada, el profeta célebre, su amiguísimo. Simón disfruta del resplandor de esta cena excelente en su honor.
Hasta que llega aquella cosa. ¿Una mujer indigna, alguien sin valor? ¿Qué va a decir la gente decente en su mesa de chismes poblanos?
Me llama la atención que no hay protesta u obstáculo cuando aquélla cortesana entra al patio donde cenan los huéspedes. ¿Había visitado la casa en otras ocasiones, tal vez menos celebrada, más íntima? Puede ser que el mayordomo y los sirvientes no veían extraño que llegara aquella noche.
Desafortunadamente, también esta mujer se había enterado de Jesús y necesitaba lo que sólo él podía dar. Entonces, aquella indigna se cuela, se acerca a Jesús, brota en llanto, baña los pies de Jesús con lágrimas, suelta su cabellera, enjuga, besa, unge y perfuma los pies. Total, ella se acerca. Simón, no. El anfitrión apenado, ofendido, piensa mal de Jesús; cuestiona su perspicacia; lo juzga por no discernir los corazones de tales gentes, de no ser discreto respecto a su compañía. Mientras tanto, Jesús, lee sus pensamientos. Es el profeta que le habló al profeta Isaías en la sinagoga de Nazareth: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor”.
Así se oponen las figuras de Simón y la mujer. ¿Y la reacción del principal? Jesús mira hacia aquella arrepentida, echada a sus pies, mientras se dirige a su anfitrión: “Simón”. En esta escena, la mujer y Simón se identifican. Tan evidente la identidad entre Simón y aquella mujer, que nos preguntamos: ¿acaso Simón había sentido su necesidad de Jesús alguna vez en su vida? ¿Alguna vez, como joven, se había acercado a Dios, había desahogado su corazón apenado, se había cambiado su actitud?
Pero, por las circunstancias de su vida, el ardor de su amistad con Dios se había enfriado. El brillo de su fe se había empañado. Su amistad con Dios se había cuajado en formalismo y rutina. Ahora Simón defiende la ley y la costumbre; mide su virtud y su amistad con Dios con los medidores de la obligación y la ley. Su religión se ha vuelto conformidad y formalismo. Sin embargo, no hay que juzgar a Simón demasiado severo. Jesús acepta su invitación a comer en su casa. Jesús es su amigo. Además, Simón es correcto, cumplido, seguro, religioso, una columna entre la comunidad de los feligreses.
Mientras Jesús se dirige a Simón, mira hacia la mujer—la pecadora arrepentida, conocedora de su gran necesidad, enredada en su vicio. Su único recurso es correr y esconderse, o entregarse. Y es lo que hace: se entrega a Jesús. Lo busca donde se espera encontrarlo: en las casas de la gente piadosa, a la mesa con las personas de confianza como Simón fariseo. Sí, Jesús se encuentra en casa de los fariseos, la “gente religiosa”.
Jesús no es un desconocido para aquélla pecadora. Tal vez haya estado en su séquito durante un tiempo. Pero a fin de cuentas ella se separó de Jesús, dejó la Iglesia. A causa de un matrimonio repentino, de un divorcio difícil, la responsabilidad con los niños, su empleo, la presión social, la doble cara que percibió en la gente religiosa, ella se alejó de la amistad con él.
Mientras el fariseo se avergüenza de la presencia de aquella mujer, Jesús valora su actitud: ve sus lágrimas, su apuro, su deseo de un amor auténtico. Ahora Jesús toma la iniciativa e invita al fariseo, que lo había juzgado, a reflexionar, por medio de una parábola tomada del mundo de los prestamistas (7, 41-42). Un deudor que debía 10 mil dólares, el otro cien dólares. Los dos perdonados, ¿quién de ellos le amará más?
Jesús reprende la actitud del fariseo y defiende la conducta de la mujer. Ve en ella una respuesta de amor, la prueba de que a ella le han perdonado mucho. Jesús, hablando sin tapujos delante de los huéspedes, pronuncia la absolución a la mujer. No sabemos si Jesús haya perdonado a la mujer en el momento o si sólo le haya confirmado el perdón que antes ella había logrado por su mucho amor. Existe un vínculo entre el perdón y el amor. ¿Cuál de los dos viene primero, el perdón o el amor? El amor y el perdón están relacionados entre sí. Lucas narra las palabras de Jesús que hacen olas: “…le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama” (v. 47).
En esta escena, Lucas no sólo demuestra el acercamiento amoroso de Jesús a la pecadora; tiene en mente la situación de su comunidad. Ah, en su comunidad había “fariseos” bajo la capa de cristianos, que miraban con sospecha a los neo-conversos que tenían un pasado dudoso y poco honrado. A menudo, personas que han sido sacados de un callejón sin salida muestran una misericordia especial. Su amor es la expresión del perdón que ellos han experimentado. Quien experimenta el perdón como liberación de su pasado oscuro perdona también de corazón a los demás. No retrocede ante los pecadores porque sabe que él mismo había desviado antes de que el perdón le hubiera rescatado. Y, como Esteban, perdonará incluso a sus asesinos, al seguir el ejemplo de Jesús (Hch 7, 60): “Señor, no les tenga en cuenta este pecado”.
Encontramos a dos actores junto con Jesús. Representan dos personas opuestas en el propio corazón. Simón es frágil, quebradizo, que no quiere arriesgarse, que se aferra a la seguridad y defiende, se justifica a sí mismo. La pecadora arrepentida es la otra parte de uno mismo que tiene fe, es capaz de amar, cambiar su modo de pensar y actuar. Se dobla. Estos dos aspectos, la obligación con las normas y, por otra parte, el amor con la fe, conviven en el mismo ser: el uno ayuda y complementa a la otra. Uno es sensible a la vida, la penitencia y la oración personal. El otro es más seguro de sí mismo. La mujer arrepentida representa aquella parte de mi corazón que es abierta, flexible, atrevida, espontánea. Es capaz de sentir profundamente el amor, que se conmueve por el peso de sus pecados y se abre a la gracia y la ayuda de alguien. Le falta algo, necesita algo más para llenar su corazón anhelante. La opinión pública no la detiene de llorar, buscar y alcanzar una amistad con la fuente de la gracia y del perdón.
Esboza el perfil psicológico de las dos personas, el de Simón fariseo, correcto y formal en su observancia, acomodado en su casa, y el de la mujer que se reconoce como pecadora y necesitada de Jesús, la fuente de la misericordia.
Considera el reto “bipolar” del evangelio. Simón es mi ser intransigente, frágil, que busca su seguridad en el cumplimiento de las reglas y las obligaciones, en una observancia formal, externa. La mujer pecadora es el aspecto fresco, dispuesto a arrepentirse. Asesora las dos personas, una que se edifica por la observancia y la constancia; la otra sensitiva a la conversión, la oración y la amistad con Dios. Juntas, las dos forman la vida.