10. LUCAS 18, 9-14 LA ORACIÓN: DOS PERSONAS SUBEN PARA ORAR
En su novela Narciso y Goldmundo, el autor Hermann Hesse analiza dos protagonistas y exagera los perfiles de sus personalidades opuestas. Uno es el consagrado-laico ascético, Narciso, que se caracteriza por la disciplina, el rigor de la oración y la búsqueda de la ciencia. Al final de la novela, después de que él asistió a la muerte de su complemento, ¿es Narciso el santo o el perdido? Su contraparte, Goldmundo, un antiguo fervoroso-luego-fracasado novicio-laico, encarna lo romántico, la aventura, la pasión; es artista, atormentado por la vida. En el juicio del autor o de nosotros, ¿es Goldmundo el perdido o el santo? Se le invita al lector a reflexionar la vida ambigua. ¿Con quién me identifico más? ¿Existe un villano que rechazo y un héroe que de un modo vicario alimenta mi fantasía? ¿Eres tú el riguroso, severo Narciso o el tierno, desarraigado Goldmundo?.
La parábola de dos personas que subieron al templo a rezar nos despierta la pregunta. ¿Con cuál de los dos me identifico? ¿Hasta qué grado soy el fariseo? o bien, ¿el publicano?.
- v. 9, Jesús les dirigió la parábola “a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás”. Recuerda la descripción del juez injusto del artículo o texto bíblico anterior (18,1-5)
- v. 10, dos hombres subían al templo “para orar”; sólo uno de ellos “baja” (“volvió”, v. 14)
- v. 11, el fariseo, licenciado en la teología, de pie, oraba “a sí mismo”: “Te doy gracias…”, experto en las fórmulas y las rúbricas. Se fija en el horizonte, a los demás hombres: “yo no soy, en general, ladrón, ni “narco”, ni político, ni adúltero; no soy, en particular, como este publicano.
- v. 12, Más bien, Yo ayuno; Yo doy el diezmo
- v. 13, el publicano desde lejos ni se atreve a alzar los ojos al cielo, se golpeaba el pecho, “Dios, Tenme compasión, que soy pecador” (cf. Sal 51)
- v. 14, uno baja a su casa, el otro se queda en las nubes de su oración elocuente.
En el templo dos personas oran. Un polo extremo es el fariseo, seguro de sí mismo, licenciado en la espiritualidad; el otro, un publicano, vive en incertidumbre moral, no se alza la vista, tiene baja la auto-estima; se confiesa pecador. El primero mira hacia Dios, pero se ve sólo a sí mismo. El segundo, con vista encogida, cubierta, contempla a Dios y a sí mismo juntos. Uno, en acción de gracias, hace un recital de sus valores. El otro se concentra en Dios una franca súplica. ¿Y sus respectivas oraciones?.
El fariseo, que entró en el templo con fanfarrias y aplausos por su generoso donativo, se pone de pie a la vista de todos: “Dios ha sido grande conmigo. Mira, qué correctas son mis cuentas. Yo mismo manejo todo con mucho tino. Yo soy limpio, pulcro, escrupuloso en la observancia de las leyes. Me alegra no ser como otras personas. Yo no soy malvado, ni un ladrón, ni “narco”, ni un político. Soy experto en las rúbricas. Aparento dulce y correcto con la gente. Cuido una segura distancia con todos. Nunca me he ensuciado con relaciones malsanas. ¿Relaciones malsanas? Ni siquiera entro en relación con nadie. Soy seguro de mí mismo; no necesito a nadie. Soy una caja fuerte de conducta recta, un baluarte de la verdad y la decencia. Gracias, Dios, que soy lo que soy, y no otra persona. No me asocio con aquella gente, especialmente los descuidados y pecadores, como aquella cucaracha de publicano que ensucia con su presencia este lugar santo”.
El fariseo despachó su soliloquio, el recital de sus virtudes, para su propia satisfacción. En apariencia se dirige a Dios, pero no goza de una amistad con Dios quien, para sí, es alguien que reconoce y recompensa sus méritos.
El otro se llama publicano; le pesa la incongruencia de la propia vida, su indignidad ante Dios. El publicano tiene una gran capacidad de amistad, porque se da cuenta de su necesidad tremenda de Dios y de su propia inconstancia. Con mirada encogida, contempla juntos tanto a Dios como a sí mismo: “Señor, ten piedad de mí, pecador. Confío en lo profundo de nuestra amistad. Respóndeme. Ámame, acéptame, perdóname. He pisado a mis hermanas y hermanos. He engañado a ti y al prójimo. Ahora, cuento con tu misericordia. Dios mío, eres mi último, mi único recurso”. ¿Acaso he escuchado antes una oración así, que resuena en el templo del corazón, tal vez?.
Estos dos, el (la) santurrón (a), seguro de sí mismo, y el humilde publicano, raras veces se encuentran en el corazón humano en su estado puro. En el templo del mismo corazón, experimentamos el flujo y reflujo de los dos. Por un extremo, el fariseo hace un acto de fe en sí mismo: “Gracias, Dios, que no soy como otras personas. ¡No lo permita Dios! Mira todo lo que he hecho, todo lo que tengo, todo lo que hago y soy”. Del mismo templo, de la misma morada del Santo Espíritu, el contrapuesto, con un acto de fe en Dios, sale justificado: “Señor, ten misericordia de mí, pecador”.
(Lee Lc 18, 9-14)
El fariseo comenzó su oración según el ritual: “Dios mío, te doy gracias…”, la fórmula con que los judíos inician la alabanza o acción de gracias. Oímos el eco de esta oración en la preparación de los dones de la Eucaristía: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan…, por este vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre…” Una vez, cuando Jesús oró en compañía de sus discípulos, empleó la misma fórmula: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…” (Lc 10, 21). El fariseo representa a un practicante, comprometido en las fórmulas de su religión.
Pero allí termina el paralelo con la oración judía. Los motivos de dar gracias, para Jesús y para los judíos de aquella época, eran las maravillas de Dios, incluyendo la creación y el éxodo de Egipto, la providencia de Dios en el desierto, la historia de salvación. Jesús también reconoce la obra de Dios en los milagros, como la resurrección de Lázaro, cuando oró: “Padre, te doy gracias, porque me has escuchado…” (Jn 11,41), o, en otra ocasión, “(Te alabo, Padre,) porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos” (Lc 10, 21-22). Así, su oración forma parte de la costumbre de su pueblo.
Pero se nota que el fariseo no piensa en Dios sino en sí mismo. Agradece a Dios, pero no en base a sus maravillas. Conoce el milagro que él mismo pretende ser: él es el consentido de Dios; se toma por alguien, que se destaca de los demás. Sobre todo, agradece a Dios el no ser como un mañoso publicano, cuya persona le indigna. ¿Era aquel fariseo un simple fanfarrón, un tanto más presumido y más hablador que los demás? O bien su problema es más a fondo. Lucas nos dice que pertenece a una clase de soberbios, que se enaltecen a sí mismos y desprecian a los demás. El evangelista escribe en otra parte, ellos son los que no necesitan de la misericordia de Dios: “Pues… en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15,7). En otra ocasión, afirma Jesús: “Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos: yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores…” (Lc 5,31-32).
La actitud del publicano es distinta, tenía que animarse aun para entrar al templo. Se sentía marginado en la sociedad, despreciado. Día tras día se enfrentaba al desdén de los que se pensaban rectos. Se sentía una hormiga. Frente a Dios y al fariseo no podía presentar algo positivo para contrarrestar su indignidad, ni siquiera una pizca de mérito. Mírenlo aquí al publicano, con manos vacías, su corazón rebosante de pena. Hasta este rincón oscuro de la pena, llegaba la luz: la tierna misericordia del amable Dios, que es lo que buscaba: que la divina misericordia alcance su miseria.
Esta confianza ardiente en la misericordia divina le dio al publicano un alivio, mientras el fariseo se encerraba en su suficiencia. De igual manera, la compasión de Dios nos da la sanación que anhelamos. Es la fuente de la oración válida, la eucaristía autentica: la acción de gracias que surge de una súplica a la misericordia de Dios, que es la prueba de su omnipotencia. “Bendito seas, Señor, Dios del universo, porque eres misericordioso hacia el pecador que soy yo”.
En los dos polos de fariseo-publicano, asesora el fariseo que vive contigo. ¿Hasta qué grado soy un fariseo, que controla y negocia la vida y las relaciones con Dios y oro desde mi autosuficiencia? ¿Cómo percibo a mi prójimo que ora a mi lado?.
¿De qué manera puedo hacer de mi oración la expresión de una relación más auténtica, más amable?.
Pidamos al Señor que nos enseñe a orar, como enseñó a sus primeros discípulos.