11. UNA PARÁBOLA SOBRE LA ORACIÓN
Una parábola: dos mujeres entraron a la iglesia para orar. Una se sentía apasionada por Dios y la otra acababa de decir una mentira a su vecina. Se colocaron codo a codo en el banco. La fervorosa oraba de este modo dentro de sí misma: “Papá Jesús, Señor mío, te doy gracias porque no soy como las demás personas. Son rudas y groseras y ni siquiera piensan en ti. Piensan mucho en sí mismas, en sus proyectos y vanidades, pero no viven como debe de ser. En una palabra, ellas son hipócritas que se dejan ver en las capillas, platican de sus devociones, de su vida espiritual, pero mi Diosito no puede soportarlas. Te doy gracias, Señor Jesucristo, porque tampoco soy como esta mentirosa y vanidosa que está sentada junto a mí. Al contrario, soy emprendedora y piadosa, soy generosa y fervorosa. Te doy gracias, mi Jesús, porque estás conmigo, y no hay otro fuera de ti y de mí”.
La mentirosa apenas pudo concentrarse en Dios por tanto fandango. Algunas veces de su alma se salió un suspiro cargado de sentimiento y fragilidad. Si pudiéramos invadir su corazón, apenas podríamos discernir las palabras detrás del suspiro: “Soy una bola de contradicciones. Hago lo que no quiero y lo que quiero no lo hago. Soy pecadora, Señor, ¿cómo puedo agradecerte por haberme permitido estos pecados? ¡Pero, así me siento más necesitada de ti! Gracias, Espíritu de Dios, por la conciencia de los pecados. Y por tu perdón, Señor Jesús, gracias. No me dejes sola. Date prisa en socorrerme”.
La oración de la mentirosa atraviesa las nubes de su corazón y penetra hasta donde reside Dios, quien toma su corazón y lo modela cada vez más, como el alfarero la arcilla; lo modela según las dimensiones de su propio Sagrado Corazón. Por el contrario, la presumida se quedó con las oraciones en la boca. Permaneció con sus juicios, sus críticas, chismes y quejas. La oración no la liberó de su condición, porque no se abrió al Dios fuera de sí misma.
La parábola nos muestra cuál es la oración que llega a Dios. Uno se encapricha en sí mismo; no reza a Dios, sino que recita una letanía de sus virtudes, presumiendo que si Él mismo las ve, Dios no podrá dejar de admirarlas. La oración del fariseo (o de la farisea) conduce al encuentro de sí mismo (a), y ése es el camino que lleva a la pérdida de Dios.
La humilde, por el contrario, no encuentra en sí más que contradicción, que en su oración se convierte en un vacío para que Dios la llene”, ten compasión de esta pecadora”. La humilde que deja que la gracia divina actúe en su propio vacío, no pasivamente, sino trabajando con los talentos que se le han concedido, será la persona en quien Dios opere libre y sin trabas. El sabio Ben Sirá dice: “. . . su plegaria llega hasta el cielo. La oración del humilde atraviesa las nubes…” El humilde es quien sabe que depende de Dios, que es pobre en mérito, que no corresponde a lo que Dios quiere de él.
Examina tu amistad con Dios, y cómo se expresa esta amistad en la oración. ¿Te contentas con las mismas fórmulas aprendidas como niño (a)? ¿La oración expresa una amistad viva y sincera con Dios o bien se concentra en sí misma? Pide al Señor enseñarte a orar, como enseñó a sus primeros discípulos.