12. LUCAS 18, 9-14 NOTAS SOBRE LA PARÁBOLA DE LA ORACIÓN
Lucas conoce bien los peligros que nos acechan en la vida espiritual. Un alto ideal de la oración conlleva también una parte oscura. Existe el peligro de compararse con otras personas en los temas de la oración. Uno puede sentirse mejor que los demás. Lucas se defiende del peligro de una imagen parcial de este ideal presentándonos el polo opuesto en la parábola del fariseo y el publicano.
La oración del fariseo era una forma piadosa de mirarse al espejo; se vuelve sobre sí mismo. Lucas, en esta parábola, expone dos enseñanzas sobre la oración: la oración del fariseo que habla consigo mismo y la oración del humilde publicano. Vistas desde fuera, la oración del fariseo y la del publicano son distintas. La oración del fariseo es tan larga como la del publicano es breve; por el contrario, la preparación para la oración del fariseo es corta. Éste, simplemente, se arrodilla y empieza a rezar. El publicano, sin embargo, permanece en la parte de atrás, no se digna a levantar la mirada y se da golpes en el pecho. Expresa su oración con todo su cuerpo. El fariseo da vueltas con su oración sólo sobre sí mismo y utiliza a Dios para verse a sí mismo en la recta luz. Esto no tiene nada que ver con Dios, sino con la auto-justificación. El texto griego dice literalmente: “Él oraba para sí mismo”. Él usa estas palabras: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres” (18, 11). Así pues, en el fondo, él permanece en su oración sólo consigo mismo. No levanta los ojos a Dios, sino a sí mismo.
Algunas personas piadosas piensan que son dignas de poder orar a Dios, pero no salen de sí mismas. Rezan para sí mismas, se ofrecen a sí mismas. Y, así, abusan de la oración para poner de manifiesto sus dotes propias y recibir el beneplácito de Dios y de los hombres. El publicano, por el contrario, reconoce la distancia que le separa de Dios, reconoce quién es de verdad ante Dios, y por eso se golpea el pecho y ora con las palabras sencillas y directas: “Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador” (18, 13).
Jesús mismo nos comentó las dos enseñanzas de la oración. Reconoció ante Dios su verdad más íntima y se presentó lleno de arrepentimiento. El fariseo usó a Dios para su propio reconocimiento. Sólo la oración en la que nos presentamos sin miramientos ante Dios nos justificará y nos orientará hacia él.
En su enseñanza sobre la oración, Lucas no sólo nos transite las palabras de Jesús sobre este tema, sino que la misma persona del autor se pone de relieve. Lucas no es sólo el literato consciente de los problemas y abierto al mundo, que toma el pulso a su tiempo, sino es un hombre piadoso. La oración es el lugar en donde nos encontramos con Dios y crecemos interiormente en el Espíritu de Jesús. La oración es también la experiencia de la resurrección. Esto nos lo ha descrito Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Lucas habla ahí 25 veces de la oración. La Iglesia primitiva es una comunidad orante. Cuando la comunidad oraba, el lugar temblaba; entonces, todo comenzaba a oscilar y “todos eran colmados por el Espíritu Santo” (Hch 4, 31). Cuando Pedro estuvo en prisión, la comunidad oró “insistentemente a Dios por él” (Hch 12, 5). Dios envió a Pedro a su ángel a la prisión, y las rejas se cayeron y las puertas se abrieron.
En la oración podemos experimentar el cuidado amoroso y la salvaguardia de Dios en medio de las tribulaciones de nuestra vida. En la oración, participamos del Espíritu de Jesús, y aprendemos a dirigirnos al Padre, como Jesús. En la oración, Dios está cerca de nosotros como Padre y como amigo. En la oración, experimentamos el derecho a la vida. Sólo quien ora comprende lo que Jesús quería conseguir para nosotros con su Buena Nueva y con su vida. Orando, nosotros crecemos interiormente según el Espíritu de Jesús. Orando, experimentamos la salvación, porque en la oración los poderes de este mundo son debilitados, pues los sentimientos de culpa pierden su poder. Se abren los sepulcros y nosotros resucitamos con Cristo a la verdadera vida, la vida en Dios.